By NATALIA BEDOYA - SUSANA GUZMÁN

“Jorge, salí a jugar fútbol que estamos todos”, le gritaban sus amigos en Montebello, un municipio al suroeste antioqueño. Él, muchacho, se desvivía por quedarse hasta tarde desgastando las suelas de los zapatos de tanto patear el balón y secándose con la camiseta las gotas de sudor. “Esperate, yo les llego ahora a la cancha”, la operación debía tener el mínimo grado de riesgo posible. De la habitación a la puerta del patio de atrás había unos diez pasos, los tenis en la mano eran aliados para reducir el ruido de un adolescente ansioso por correr, gritar y dar patadas.

 

En el patio ya no había sutileza que valiera, ahora la prioridad era ser ágil, aprovechar la omisión cómplice de la madre y el descuido del padre para treparse por el muro de ladrillos y saltar. Tanta maroma para salir a jugar fútbol en un pueblo tan tranquilo.

 

Siempre era mejor inventarse algún truco rebuscado que ganarse un regaño de Jorge, el padre; un hombre sumamente estricto y preocupado por los detalles, un exmilitar en todo el sentido de la palabra que desde que estuvo en Corea, nunca le faltó disposición para el combate. La rutina del ejército se le quedó impregnada en lo más profundo, tanto que, tal vez inconsciente o instintivamente terminó replicando en su casa, con su esposa y sus hijos, “un régimen”.

 

Quienes lo conocieron cuando muchacho, antes de regalarse como soldado para la Guerra de Corea, hablan de él como un hombre serio en esencia, un poco malgeniado y de carácter templado. Estuvo a sus 21 años empuñando armas contra lo que en 1950 era el enemigo del mundo: el comunismo. Se le enfrentó a tropas de la Unión Soviética, de China y de Corea del Norte, cuidó prisioneros con los que no podía cruzar palabra ni aunque quisiera —¿qué se iban a entender? —, vio amigos morir, fumó sin descanso para que el frío no le entumeciera la mandíbula y pasó meses de zozobra y pesadillas. Después de tanto, regresó más serio, más malgeniado e irascible.

“Uno queda psicoseado”, decía cuando le preguntaban por la guerra que lo endureció y que también le dio valía, orgullo y una idea de autoridad y disciplina que no se podía discutir, como si la vida fuera un cuartel. Por eso no le gustaba que Jorge, el hijo al que le heredó su nombre, estuviera en la calle perdiendo el tiempo o involucrado en algarabías; él prefería imponer sus normas en la casa y asegurarse de que fueran cumplidas a cabalidad. 

Corresponder a sus expectativas implicaba desarrollar un nivel muy alto de atención al detalle y pulcritud: la crema dental se sacaba haciendo presión en la base, no haciendo fuerza con los dedos en cualquier lugar del tubo; al amarrarse los zapatos las puntas de cada cordón debían estar alineadas entre sí, no es necesario decir que debían estar impecablemente lustrados; los cuadernos debían permanecer sin faltas de ortografía, pues el castigo era repetir todo el ejercicio.

Todo ese régimen, impulsó a Jorge Mario, el hijo, a volársele de la casa de vez en cuando; es que ni a un excombatiente de guerra, bravísimo, le queda fácil contenerle los impulsos y la rebeldía a un adolescente. El muchacho prefería irse a escondidas que perderse los torneos de fútbol o unas buenas tandas del aguardiente que a su papá le encantaba, pero que a los suyos les prohibía con rigor.

La firma del armisticio que detuvo los ataques entre Corea del Norte y Corea del Sur en 1953 puso fin a la misión de Jorge y del Batallón Colombia; los sobrevivientes regresaron con la satisfacción de haber liberado una nación del yugo comunista y con la incertidumbre de un futuro alejados de la milicia.

 

Él decidió seguir con su vida haciendo carrera en la policía, estaba cansado de la guerra y de los sacrificios del ejército pero no se concebía como un civil cualquiera, le quedó el gusto por la autoridad y por el uniforme. No le tomó mucho tiempo ganar fama de peligroso y en cuestión de meses en Medellín ya no se referían a él como Jorge, pasó a ser “El temible coreano”. En realidad sí le temían. 

Hacía rondas para mantener el orden en Buenos Aires, La Milagrosa y El Salvador; eso implicaba complicarle los partidos de fútbol a todos los muchachos del sector, cerraban las calles, gritaban y le daban, accidentalmente, balonazos a las paredes de los vecinos: eso no se podía permitir. Darío y Antonio, sus sobrinos, le corrían porque ni ellos, siendo familiares, se salvaban de la noche en el calabozo que pasaban los pelados con ínfulas de deportistas que se cogían las calles del barrio de cancha de fútbol.

De Corea se trajo la idea del encierro como castigo, allá custodiaba a los norcoreanos, chinos o soviéticos que los aliados capturaban en el campo de batalla y que engrosaron las cifras de desaparecidos en conflicto. Fue testigo de muchos rostros que el mundo no volvió a ver jamás y de dolores tan profundos que pocos podremos conocer.

Cuando uno de sus compañeros en el cuartel perdió brazos y piernas en combate Jorge conoció su lado más piadoso. El hombre, mutilado, sintió perder su humanidad y con ella cualquier deseo de vivir.

“Velásquez, venga”, lo llamó desde su litera, “yo he guardado con juicio casi todos los dólares que nos han dado”, los dos se quedaron en silencio, uno buscando el impulso en la garganta y el otro esperando la bomba. “Deme un tiro en la cabeza y coja toda esa plata para usted”, otro silencio, esta vez cuando Jorge, envejecido, narra la escena. “Lo que él quería era una especie de eutanasia, pero yo no fui capaz de quitarle la vida, ninguno de los compañeros fue capaz”.

En medio de gritos que le salían por instinto, Jorge cargó los recuerdos y los traumas de la guerra en silencio. El Estado nunca se preocupó por tratar su síndrome de estrés postraumático o asegurarle alguna terapia para rehabilitarlo emocionalmente. Él, que siempre fue culto y bien hablado, solo podía darle un nombre a su estado luego de la Guerra de Corea: psicosis.

 

“Anoche mostraron el documental que me hicieron de cuando estuve en Corea” dijo en una llamada pocos días antes de su muerte el 04 de marzo del 2020, casi 70 años después de embarcarse rumbo a la historia de su vida. Ni en los días en que agonizaba se le perdió el orgullo de haber sido parte de algo tan épico, pero sí, gracias a la muerte a la que le fue tan esquivo, se le disipó el mal genio y alcanzó a reconciliar los enojos que tuvo con Jorge, su hijo, y Ema, su esposa.