By SARA CARDONA
El silencio de un soldado raso
A más de catorce mil kilómetros de casa, estaba Jaime González, luchando una guerra ajena en un país ajeno, con un recorrido que comenzó desde las frondosas montañas de Colombia, y lo llevó más lejos de lo que imaginó, hasta los fríos campos de batalla de Corea del Sur.
Aquel búnker en mitad del campo de batalla, rodeado de costales de arena, con un fuerte olor a pólvora y fango, se había convertido en su hogar por voluntad y deseo. No tenía mucho para extrañar de su vida como civil, quizá solo su pequeña casa en Angostura, un pueblo escondido en la cordillera antioqueña, o sus padres o su inexistente vida social. Desgajado, y sin mucho que perder, Jaime era un soldado más del Batallón Colombia en la guerra entre Corea del Sur y Corea del Norte.
Llevaba ya meses compartiendo con varios compañeros los pocos centímetros de protección bajo tierra que tenía su batallón en la zona de combate. Los días eran igual que las noches y difícilmente se podía diferenciar la hora. Su única tarea era defender la línea, costara lo que costara. Se requería agallas para jalar el gatillo cuando una sombra se asomaba en la línea de defensa, pero sin oscilar y con la tenacidad que lo caracterizaba, no tardaba más de dos segundos en actuar.
Con sus manos acostumbradas al winche y a las ubres de la vaca, Jaime sostenía su ametralladora preparado para disparar, era apuntador y se encargaba de la guardia con otros dos o tres compañeros que rotaban para descansar. A esa zanja llena de sacos de tierra donde se sentían seguros, le llamaban la chamba. Si caía un mortero y se desplegaban sobre ellos los aviones de los enemigos, resguardarse en la chamba era la única posibilidad de sobrevivir.
Nunca creyó que ir a la guerra fuera sencillo, se enlistó a los 17 años en el Ejército Nacional, cuando servir a la patria era el primer deber de todo joven en sus mejores años de vida. Y en menos de unos meses, a sus 18 años, estaba conociendo otros países lejos de su familia en Angostura. Creció junto a sus padres, tres hermanas y un hermano, aunque siempre estaba rodeado de su familia, se sentía mejor estando solo.
Eran los años cincuenta cuando fue trasladado a Yarumal, donde permaneció por seis meses, hasta que viajó a Neiva, allí fue donde González escuchó por primera vez del Batallón Colombia. Sin pensarlo demasiado, decidió que iría a esa guerra.
En Colombia no se hablaba de esta guerra, ni antes ni ahora. El país estaba en deuda con Estados Unidos, ayudar en la Guerra de Corea era una forma diplomática de saldar algunas cuentas. Todas las guerras son un fracaso, y Jaime lo comprobó en el momento que regresó a Colombia. Nunca había salido de la montaña donde creció, decidió enlistarse para conocer mundos distintos: “Vamos a conocer, si nos morimos, nos morimos y si no, conocemos”.
La guerra lo llevó a Bogotá, Cartagena, Panamá, Hawái, Japón y Corea, pero no fueron esas unas vacaciones. “Claro, uno siente desde el principio que está peleando una cosa que no le pertenece, a uno como soldado no le preocupaba eso, al fin y al cabo uno era solo un soldado y no le prestaba mucha atención a las cosas. Si uno hubiera sido un sargento o un capitán le hubiera parado bolas a todo lo que pasaba, pero yo no quise ascender a cabo primero”.
A sus 88 años, aparecen pocos recuerdos de sus compañeros en Corea. Se la pasaban alardeando y comentando cada cosa que pasaba, mientras él callaba; en las montañas, en el barco, en Seúl, en el búnker, en la chamba, en Colombia o en Corea, Jaime siempre calló, limitando sus relaciones y acercamientos con los demás a únicamente a lo necesario. “A uno sí le preguntaban mucho, pero es que yo era muy escaso de palabras y no me gustaba mucho hablar de eso. Ese amigo mío hablaba, eso hablaba era mierda”.
Sus palabras como sus afectos, siempre fueron escasos y más en tiempos de guerra, en donde su mente no le permitía pensar en algo más que su propia vida. Con un poco de egoísmo pero con mucha certeza, su cabeza no tenía tiempo para distracciones emocionales. Aquel flematismo que lo representaba, hizo que no se le dificultara cumplir su única tarea de sostener aquella ametralladora para defender la línea pelotón y su vida.
La guerra nunca fue fácil. Ni siquiera los pocos momentos de esparcimiento junto a sus compañeros, se podrían considerar felices, pues las calles desoladas de Seúl afligían hasta al más valiente de los soldados. No se preocupó nunca por los coreanos, no se preocupó por nadie. Aún así, existía en él un compromiso latente con su familia y con su país.
Desprendido de apegos y amores, siempre fue soldado raso. Se regaló porque quería conocer, porque sabía que su vida en las montañas no lo iba a llevar muy lejos. En 1954 su osadía y constancia le permitieron regresar a Colombia. Al sobrevivir a la guerra, su único camino fue volver a la vida civil, aquella que tampoco disfrutaba tanto, aquella de la cual en algún momento huyó desesperadamente.
Se retiró de la vida militar, no le importaron los honores que recibiría como veterano de guerra, él había cumplido con su deber, había seguido su instinto y ahora quería cuidar de los suyos. Concentrado en construir una nueva vida, consiguió trabajo en Coltejer y para conservarlo tuvo que terminar su primaria en la universidad de Antioquia. Culminó su vida laboral pensionándose de Respin, ganando una batalla de injusticias, esta vez en el campo legal.
Su memoria no es la más lúcida ahora. Lo poco de coreano que aprendió ya se le olvidó. No recuerda ni cómo fue el camino de regreso a Colombia después de la guerra. No le quedan buenos recuerdos, dice, “todo es tristeza, la guerra trae muchas amarguras”. Su historia ya no es tema de conversación con su familia. Ahora escucha poco y ve poco, sus nietos ya no muestran interés en sus anécdotas y el Estado poco se acuerda de los soldados rasos de los que el presidente Rojas Pinilla tanto alardeó. Jaime, con una cabeza llena de recuerdos de guerra, de vidas perdidas y miedos, prefiere, como ha sido siempre, quedarse en silencio.